Thursday, August 17, 2006

Una pena en observación



Que la vida iba en serio uno lo empieza a comprender más tarde. Cuando la muerte se cierne sobre el fiel de la balanza con la que pretendemos comprenderlo todo y escapa de los límites de nuestra imaginación.

Que la vida iba en serio uno lo empieza a comprender más tarde, demasiado tarde, cuando las hipótesis, las causas cotidianas, lo justo y lo injusto, lo esperable y lo inesperado se deshacen, carentes de sentido, falacias protectoras que nos han abandonado.

La pena se vive como miedo, gran parte de la desgracia consiste en la sombra de la desgracia, en la reflexión sobre ella. Lewis observa su tristeza como Kierkegaard su desesperación y logra aceptarla como algo inaceptable.

Viaje iniciático, autodestructivo en el que Lewis, a fuerza de observarse a sí mismo y sus reacciones ante la muerte, ante el recuerdo de la mujer amada y ante un Dios imperturbable consigue deconstruir los prejuicios y los límites culturales que le impiden acercarse a la muerte de una forma más sosegada, constructiva, alentadora. Destruir para construir, matar para poder vivir.

Wednesday, August 16, 2006

Melinda y Melinda



Como el suave crujir de las hojas que anuncia el cambio de estación nos llega la película otoñal de Woody Allen. Todo un rito ancestral, los inconfundibles títulos de crédito, el Jazz New Orleans que suena de fondo, los temas y obsesiones recurrentes del cineasta neoyorquino: la identidad, la intimidad, la infidelidad, los celos, la incomunicación. Siempre resulta agradable acudir a la cita anual con Woody Allen, aunque últimamente su trayectoria haya sido algo irregular. Desde Desmontando a Harry, el genio de Manhattan no había logrado recobrar el pulso narrativo.

Erráticas, autocomplacientes, sus últimas películas lograban emocionar, y no exclusivamente a sus incondicionales, porque es un autor con una camaleónica capacidad de reinventarse. La carrera de Woody Allen se deslizaba ya hacia un registro indefinido, reconocible, porque él siempre se filma a sí mismo, pero carente de la pujanza de antaño. Algunos lo interpretaban como una apuesta acomodaticia, un descanso del guerrero y sin embargo, cómo conciliar esta lectura con la intensa causticidad de la muy notable Un final made in Hollywood. Cierto es que hasta Melinda y Melinda han pasado varios años sin que pudiésemos sentir un reencuentro, siquiera parcial, con un gran Woody Allen, pero cada nueva película era la promesa de lo que habría de venir.

Nada que objetar a Melinda y Melinda, un planteamiento engañosamente sencillo en el que se abandona la diferenciación de líneas narrativas a través del ritmo de montaje que exploró Allen con éxito en el pasado. Este film se construye en torno a una premisa elemental, la eterna dualidad entre el sentimiento trágico de la existencia y la comicidad que subyace a todo acontecimiento vital. Ambos se funden y confunden en nuestras vidas, pero mientras que una perspectiva conduce al pesimismo, la otra rezuma cinismo. Woody sucumbe por un lado a sus influencias bergmanianas y literarias especialmente teatrales: Chejov, Ibsen, Strindberg, y por otro a su pasión por los hermanos Marx, el screwball comedy y las películas de Bob Hope. Sin embargo, lejos de hacer un ejercicio académico y apartándose conscientemente de sus modelos teatrales, deja que la vida arrastre a unos y otros, personajes y autores. Y la dualidad, recurrente en el cine, se desdibuja en el mar de contradicciones cotidianas en un cruce de personajes magníficamente orquestado.

Allen firma una obra coral poblada por hombres y mujeres de éxito, judías, cultivadas, desesperadamente neuróticas que pretenden poner un poco de amor en sus vidas, cada vez más complicadas. Dos amigos escritores han quedado para cenar. Uno de los comensales cuenta una anécdota protagonizada por una mujer desarraigada llamada Melinda. La lectura trágica y existencial de los hechos propuestos, y la cómica, se suceden. La película, a partir de ese momento, discurre en montaje paralelo presentando alternativamente los dos tratamientos aparentemente antagónicos, pero que son esencialmente complementarios.

Radha Mitchell afronta con entereza el reto interpretativo de escenificar a las dos Melindas, la divertida y la depresiva. Es muy curiosa la diferente puesta en escena empleada para cada fragmento del relato, opuestas hasta en la partitura. Allen plantea el reparto de actores y personajes más consistente de los últimos tiempos, con el singular acierto de Will Ferrell, un actor que puede sustituirle sin imitarle. La escena en la que el hombre descubre a su mujer en la cama con otro presenta en este film un giro inesperado, demostrando que aún puede darle una vuelta de tuerca a la situación más manida.

No se trata en ningún caso de una renuncia, ni de una exploración de viejos aciertos, Melinda y Melinda contiene todas sus señas de identidad. Hace tiempo que no lograba un encaje tan equilibrado entre su innegable tendencia a la tragedia, su voyeurismo recalcitrante y la observación inquisitiva del absurdo cotidiano, diseccionando a sus personajes con la gratitud y el amor de quien se sabe vivo sin remedio. Sin llegar a las cotas alcanzadas con Manhattan, se adivinan ecos de Hannah y sus hermanas, de Misterioso asesinato en Manhattan, o de Delitos y faltas.

Tuesday, August 15, 2006

La dernière femme



Gérard, enamorado de las motocicletas, ingeniero en una fábrica de Créteil. Gabrielle activista del Movimiento de Liberación Femenino. Lo abandona por militancia dejando a su cargo al niño, Pierrot, al que Gérard ama profundamente. Valérie, la puericultora que atiende al pequeño, una relación a la deriva.

Ella quiere viajar a Túnez con Michel, amante ocasional, pero acaba instalándose con Gérard. Amor por compasión, sexo desesperado, incomunicación, unión en la alienación. Gérard y Valérie se miran en el espejo del amor tradicional, incluyen al niño en sus juegos. Primitivismo en el sometimiento de la figura del amado. ¿Qué es peor follar por compasión o por desidia? Son las dos caras de la misma moneda falsa que jugamos a lanzar al aire por pura curiosidad mientras esperamos a Godot. Rosencrantz y Guildenstern han muerto.

Gabrielle perturba el idilio con René, un amigo de Gérard. Tantos triángulos isósceles, ángulos obtusos, cuadriláteros donde se resuelve la contienda. Se extingue la ética del fuego, se quiebra la curiosa simetría de la llama. Los cuerpos exangües de los amantes en una triste ceremonia de amor y de muerte. Lucha de los sexos, búsqueda de la identidad perdida. Su relación con la puericultora amenaza la custodia del niño, Gerard toma una drástica decisión y corta por lo sano.

Monday, August 14, 2006

La grande bouffe



La comida necesidad orgánica fundamental de un organismo dependiente se convierte en juego, ya no se come para subsistir sino por placer y más tarde por el placer perverso del sufrimiento causado por unos vientres hinchados. Espíritus delirantes con voluntades difuminadas a causa de los hectólitros de vino consumido se dejan conducir con paso vacilante hacia el sueño eterno.

El mal de vivir les ha atenazado la garganta se les ha indigestado, así que sólo queda la autodestrucción, la anulación del individuo por el abuso de su cuerpo. Cuerpo que quieren castigar por haberles inducido a seguir la recta senda del espíritu responsable.

Historia de la sexualidad



La certeza de que el sexo ha sido reprimido durante siglos trasciende la mera especulación teórica. La afirmación de que la sexualidad nunca fue sometida con tanto rigor como en la época de la hipócrita burguesía corre pareja con el énfasis en un discurso destinado a revelar la verdad. De lo que se trata es de interrogarse sobre una sociedad que desde hace algo más de un siglo se fustiga ruidosamente con su hipocresía, habla prolijamente de su propio silencio, se empeña en detallar lo que no dice, denuncia los poderes que ejerce y promete emanciparse de aquellas leyes que garantizan su supervivencia.

Supongamos por un instante que damos por buenas categorías tales como paganismo, Cristianismo y moral. La pregunta obligada es en qué se diferencian la moral sexual cristiana del paganismo. ¿La dominación masculina, prohibición del incesto, el sometimiento de la mujer? Probablemente no sean estas las respuestas obtenidas. Con total seguridad se aludirán a otros criterios diferenciadores como por ejemplo el significado que se atribuye a la cópula. Tradicionalmente se interpreta que fue el Cristianismo el que la consideró perversa, pecaminosa y conducente a la muerte, mientras que para el paganismo era una buen augurio.

Quizá la diferencia estribe en la definición de la pareja sexual legítima, ya que a diferencia de lo que ocurría en la antigua Grecia y Roma, el Cristianismo prescribía el matrimonio monógamo e instauraba el principio de las relaciones conyugales con fines estrictamente reproductivos. Sin olvidar la prohibición expresa de lazos afectivos entre individuos del mismo sexo, mientras que tales prácticas eran ensalzadas, en la antigüedad clásica, al menos entre hombres. A estos tres criterios podríamos añadir un cuarto, el valor espiritual sumo que le atribuye el cristianismo a la castidad, la abstinencia y a la virginidad. En lo que respecta a la naturaleza del acto sexual, la monogamia y la homosexualidad la sabiduría popular pretende que en la antigüedad estos temas no suscitaban debate y se asumían con total naturalidad.

Y sin embargo nada más lejos de la verdad puesto que este tipo de inquietudes ya estaban presentes en los textos clásicos. El Cristianismo heredó la desconfianza respecto a la fuerza telúrica que desataba el acto sexual, de los tratados médicos de Areteo que atribuía al exceso sexual todo tipo de enfermedades, debilidades y trastornos corporales irreversibles. Establecía pues un régimen de placeres que sin prohibir explícitamente ninguna práctica sí que alababa la castidad, considerándola en todo caso una opción más sana que el uso y abuso del propio cuerpo.

Un argumento similar hace trizas el prejuicio que pretende que el Cristianismo hizo suyo el ideal de la monogamia y fue su primer y máximo paladín. Cierto es que San Francisco exhortaba a sus feligreses a seguir el modelo reproductivo y moral del elefante que jamás cambia de pareja sexual, es un protector y cariñoso, se cruza una vez cada tres años y no vuelve a la manada sin haberse bañado en las purificadoras aguas de un río cercano, pero Plinio ya hizo referencia al elefante como modelo de conducta. Si bien no insistió en la vertiente moral y no era tan abiertamente didáctico como San Francisco, escuelas de pensamiento como el estoicismo ya consideraban la abstinencia como un ideal de conducta, prueba manifiesta de la rectitud moral, fortaleza espiritual y virtud del individuo que lograse autoimponerse tal limitación.

Respecto al horror y el rechazo que inspira la homosexualidad, Sócrates, en su primer discurso en el Fedón despotrica del amor que se dispensa a aquellos jovencitos afeminados, que no pueden exponerse al sol porque se marchitan y siempre hacen uso del maquillaje excesivo y la ornamentación desmesurada para llamar la atención. Cierto es que dista mucho de una condena, pero sirve para problematizar afirmaciones taxativas e inaugura un cúmulo de enunciados abusivos que con el correr de los siglos han contribuido a crear una imagen negativa de la homosexualidad.

9 Songs



Nada deja Michael Winterbottom a la imaginación en esta película. Si bien es cierto que durante décadas los directores se han servido del cine para explorar el misterio del sexo, recientemente hemos sido testigos de excepción de una auténtica revolución del tratamiento visual que camina hacia el más explícito todavía. Romance de Cathérine Breillart o Twentynine Palms de Bruno Dumont dejan constancia de este cambio de sensibilidades. Dos películas de autor que han explorado los límites de lo permisible, tratando de reabrir el debate de lo púdico y lo impúdico, lo obsceno y lo escenificable.

Historia de amor en la que todos podemos reconocernos sin dificultad, 9 Songs nos propone un viaje en flash back desde las planícies heladas de Alaska, a las colinas y valles del cuerpo de Lisa tal y como las recuerda Matt, cuando la amasaba, suave arcilla sobre las sábanas. Como dos escorpiones en una triste ceremonia de amor y de muerte, la narración de la tórrida relación de un glaciólogo y una estudiante americana en viaje de estudios en Londres indaga en lo más oscuro del alma humana y más allá de promesas tácitas y rencores prematuros retrata el absurdo cotidiano de un amor efímero pero sincero.

La práctica ausencia de diálogo hace que todo el peso recaiga en otros códigos: el lenguaje de los silencios, las evoluciones de los cuerpos desnudos, la mímica del vaivén. Los cuchicheos, jadeos y gemidos se convierten en una suerte de lenguaje de sordomudos que nos hace recapacitar sobre lo limitado de nuestro repertorio gestual, acrobático y emocional cuando caen los velos y nos enfrentamos al otro en las distancias cortas. Cuando todo vale, cuando ya nada se espera y todo se desea, parece que es difícil no caer en el lugar común de las mal llamadas transgresiones y perversiones, puesto que éstas también están más que ritualizadas, codificadas y por extensión anuladas, desprovistas ya de todo su potencial liberador.

La película es refrescante y sencilla en su planteamiento visual. Winterbottom narra la historia en un proceso inverso desde la sexualidad a la intimidad. Es curiosamente provocativo como si de un striptease en el que se parte del desnudo y se acaba vestido se tratase. Las escenas de interiores empiezan siempre con un encuentro sexual y poco a poco dejan espacio para que la cotidianeidad se abra paso: el desayuno desnudos, la excursión a la playa, las escenas en el cuarto de baño. En montaje alternado se entremezclan con las secuencias de los nueve conciertos a los que asiste la pareja en el Brixton Academy: Black Rebel Motorcycle Club, The Von Bondies, Elbow, Primal Scream, The Dandy Warhols, Super Furry Animals, Franz Ferdinand y Michael Nyman.

Lejos del mero divertimento sexual, del pequeño relato erótico y al margen de estériles divagaciones en torno a su carácter pornográfico 9 songs relata una historia de amor en un sugerente tour de force interpretativo a la búsqueda de la naturalidad sexual perdida en un ejercicio de sinceridad deslumbrante.

Gegen die Wand



Se adivinan ecos del cine de R.W. Fassbinder en este delirante melodrama sobre un amor loco e improbable, malogrado por la fatalidad. Dos suicidas se casan por conveniencia y acaban enamorándose contracorriente. El recuerdo de una mujer muerta, una cultura que criminaliza la promiscuidad, la vida que todo lo envenena. Como ocurría con el cine de Fassbinder, el mayor hallazgo de este film es su honestidad. Faith Akin, partiendo de un material que confiesa autobiográfico, mueve la cámara con las vísceras, sin considerar siquiera si lo que cuenta, una historia pasional más allá del bien y del mal, del crimen y la autodestrucción, puede parecer grotesca. Se agradece ese ejercicio de sinceridad, desnuda como el filo de un cuchillo, incluso cuando la película parece navegar sin rumbo, virando de la comicidad al dramatismo, en un irremisible descenso a los infiernos.

El director hace gala de una poética de la imagen de una plasticidad asombrosa, deudora de una cultura visual de estética pop. En la línea de cineastas como Tarantino, piensa en fotogramas, hilvana secuencias y plasma contradicciones, en un proceso inverso de lo ínfimo a lo absoluto. Cronista del instante, recolector de emociones dispersas, de inspiraciones súbitas, de melodías que evocan estados de ánimo. Akin, talento precoz, avalado por su trabajo documental, demuestra la excelente salud del neorrealismo turco, con destellos tan luminosos como la magistral Lejano de Ceylan, premio del jurado en el Festival de Cannes.

Cinta que discurre en el filo de la navaja, salvaje, de una soterrada violencia de la derrota y la soledad. Poema del desarraigo y el desprecio, cine que se desangra gota a gota, canto a la desesperanza. No es cine de emigrantes, apátridas por decreto, sino de abandonos, de alienaciones irrespirables. Eventuales a perpetuidad, encarnados por dos amantes imposibles, excesivos, ebrios de soledad, habitantes de un limbo de autodestrucción y mudanza perpetua, con tendencias suicidas, rebelándose contra la ruina de unas vidas fragmentadas.

Akin genera atmósferas, con un talento innato para la gestión del hiperrealismo más feroz, reñido con las concesiones, y capaz de definir romanticismos indigestos e imperiosos en condiciones extremas. Drama romántico, de redenciones a través del amor, y de esperanza en los ojos del otro, de violencia física, y psicológica, de sexualidades traumáticas que marcan la pauta de este desolador retrato de almas torturadas. Magnífico creador de imágenes, que combina sonidos y fotogramas, música con estampas de la noche irrespirable, entre barras de bares de mala muerte y evasiones de vino y rosas, logrando la cadencia del genio. Cierra en falso su poema, sin contemplaciones.

Tal vez el relato del viaje de Sibel a Turquía, su incesante coqueteo con las drogas y la muerte, pueda resultar forzado, como si Akin se sintiera obligado a canturrear un más difícil todavía. Pero la convicción de la actriz debutante Sibel Kekilli al interpretarlo, su falta de prejuicios a la hora de entregarse a su personaje, explican el sentido de esta película de Akin conmovedoramente desmedida. Contra la pared es, por encima de todo, un retrato de mujer con pasado, la crónica de un proceso de emancipación que culmina en otro viaje, esta vez hacia un lugar incierto, el futuro. Los que siguen creyendo en el amour fou amarán esta película, canto a la libertad sin coartadas.

Salò o los 120 días de Sodoma



Saló no remite al cine, como medio de expresión, sino a la realidad misma. Es precisamente esta identificación de cine y realidad la que hace que cualquier semiología del cine sea al menos en parte una semiología de la realidad. Comprendemos los códigos de Saló porque ya contamos con uno previo, sea el de la novela de Sade o el del relato bíblico. Reconocemos en esta película la erótica del poder, el sometimiento, el abuso de los cuerpos, el confinamiento, la degradación del hombre por el hombre.

Con toda seguridad, Pasolini construyó una película voluntariamente molesta, sobre todo como relato, que años después sigue perturbando, probablemente más que en el momento de su estreno. Pero esa perturbación, que es una de las condiciones esenciales de la expresión artística, no nace únicamente de la fría minuciosidad, atravesada por ráfagas de humor negro, sino también del papel que se le reserva al espectador. La escena en la que los comensales cantan melancólicamente un himno fascista, mientras a sus espaldas se suceden ruidosas copulaciones, la descripción de los organizados rituales masoquistas, la posición que se le da al ambiguo papel del que observa en la película, todo apunta hacia una hermenéutica del horror.

Probablemente el espectador se reconozca con pesar en la figura de la misteriosa pianista anónima que acompaña con sus tranquilizadoras melodías las evoluciones de los personajes sin tomar parte. El observar todo tipo de horrores la acaba abocando al suicidio. Es harto probable que el espectador se sienta provocado cuando es obligado a mirar, por el encuadre elegido, torturas diversas que se suceden en un patio, desde el interior de la casa, como si fuera, sucesivamente, cada uno de los libertinos: un obispo, un juez, un hombre de negocios y un presidente, organizadores y partícipes de la reclusión.

En un comentario aparecido en Le Monde, con ocasión del estreno francés, Roland Barthes concluye: "Por eso me pregunto si, al final de una larga cadena de errores, el Saló de Pasolini no es en resumidas cuentas un objeto propiamente sadiano: absolutamente irrecuperable: en efecto, al parecer, nadie puede recuperarlo". Un objeto irrecuperable homólogo de una realidad también irrecuperable, difícil de verbalizar. En verdad, Saló nos propone un espejo en cuya imagen no querríamos mirarnos porque nos obliga a admitir lo más oscuro, aquello que nos resistimos a aceptar de cada uno de nosotros: lo que tiene la acción humana de perversa y moralmente decadente.

Horas antes de morir, Pasolini dijo que la tragedia contemporánea radica en que ya no hay más seres humanos, sólo extrañas máquinas que se abaten unas contra otras. Debido a la carencia de unidad entre las múltiples acciones aisladas que forman parte de la existencia, es necesario morir para que lo que estamos siendo tenga un sentido y para que nuestro lenguaje deje de ser una búsqueda de relaciones y significados sin solución de continuidad. La muerte realiza un rapidísimo montaje de nuestra vida, selecciona los momentos verdaderamente significativos, inmodificables ya por otros posibles momentos contrarios o incoherentes, y los ordena sucesivamente, haciendo de nuestro presente, infinito, inestable e incierto, y por lo tanto lingüísticamente indescriptible, un pasado claro, estable y cierto. Sólo gracias a la muerte, nuestra vida sirve para explicarnos.

La forma en la que el film funciona como una analogía de la muerte puede explicarse, en este sentido, únicamente si se entiende que la unidad mínima estructural del cine, el plano-secuencia, nos remite a la vida. Todo plano-secuencia es una toma subjetiva, puesto que la cámara reproduce un único ángulo visual. Un camarógrafo, situado como espectador de cualquier acción humana, sea esta real o ficticia, capta, como sujeto de carne y hueso que es, lo que ven sus ojos y lo que oyen sus oídos. Para contar con una comprensión total del suceso realmente acontecido, sería necesario disponer de muchos otros ángulos visuales, contemporáneos. Así, dispondríamos de una serie de planos-secuencias, y por ende tomas subjetivas. Para Pasolini la toma subjetiva es el límite realista de toda técnica audiovisual, pues no se puede concebir ver y oír la realidad más que desde un sólo ángulo visual: el de un sujeto que ve y oye.

Sunday, August 13, 2006

Der Himmel über Berlin



Muchos han aclamado al realizador alemán como una de las figuras más importantes del cine de los ochenta. Desde entonces su mirada ha deambulado por paisajes de ficción para centrarse en la artesanía de lo real siguiendo el código del documental. Si tomamos la obra de Wenders desde Der amerikanische Freund, 1977 a The End of Violence, 1995, sorprende que en el arco que describe desde la adaptación de Patricia Higshmith hasta Der Himmel über Berlin, sea donde encontremos una estética madura que tensa la cuerda de la monotonía logrando notas discordantes.

Viajero infatigable que recorre desiertos y planicies para acabar zambulléndose en las profundidades del alma humana. Producto de esos viajes son películas imprescindibles como El amigo americano, Der Stand de Dinge, 1982, Paris-Texas 1984, Tokyo-Ga 1985 o Der Himmel über Berlin, para luego caer en desgracia como su padrino. Wenders a partir de Until the End of the World, 1991 parece haberse perdido en su particular travesía del desierto, anuncia la decadencia del cine de autor y se suma a Godard en su profecía sobre la muerte del cine.

Quizá se pueda salvar de la quema Lisboa Story, 1994, para amantes de Lisboa y del fado. Una película de un cineasta en decadencia, sobre un director en horas bajas que pide la colaboración de un viejo amigo técnico de sonido para filmar en una de las ciudades más deliciosamente decadentes de Europa. Todo muy autobiográfico.

Cielo sobre Berlín es una obra clave para entender la evolución del cine de autor de fin de siglo, y una de las mejores películas de Wim Wenders. El director de Alice in den Städten, 1973 crea en colaboración con Peter Handke, autor entre otras de novelas como La mujer zurda o relatos como Los avispones, y con las Elegías de Rilke como trasfondo, un Berlín poblado por ángeles que se convierte en poema de amor, en canción desesperada. Las miserias humanas no logran disuadir a los mismísimos ángeles de su romántico propósito de fundirse en fraternal abrazo con la condición humana.

Se trata de un viaje triple. El de los berlineses, reflejo fiel de la humanidad. Los ángeles atemporales y con el don de la ubicuidad que perciben las huellas de la historia alemana reciente, y el de Damiel, ángel protagonista que decide convertirse en hombre como en el mito rumano de Miorita, tema recuperado por Eminescu en su poema Luceafarul. Cuento que no de navidad, conducido por la mano de Handke que no de Dickens, este recorrido lírico, estilizado y metafórico reinterpreta el mito luciferino del ángel caído como un acto de generosidad logrando un equilibrio imposible entre Wenders que retrata Berlín a vista de ángel y Handke que escribe con pluma afilada.

Resulta muy revelador que un film anecdótico, dictado por el azar, sin guión, al más puro estilo Casablanca, acabe resultando obra de referencia, expresión melancólica y desesperada, pero sincera de la vida. Después de Cielo sobre Berlín el cine de Wenders se vuelve confuso y obtuso, incomprensible aunque estéticamente válido.

Eminescu



EN UN MUNDO DE TINIEBLAS

En un mundo de tinieblas
Vive la resplandeciente sombra.
Envuelta por vez primera
en eternas y grises nieblas,
Mas, poco a poco
Largos rayos del pensamiento
Recorren las blancas tinieblas
Creando un arco azul,
Claro sereno en derredor,
Cuyos márgenes evocan
Las rizadas nieblas
Adelante, adelante
Vuela el genio de la luz.
Tras él entre la niebla
Un río claro
De aire azul, sereno.
Estela sutil, cinta
De plata suspendida
Rizo, aleteo, estela
Río de aire azul,
Que conduce al
Majestuoso y gran genio
De la luz.

Lucian Blaga



EL BANDIDO

Se adentra en el bosque, patria verde.
Aguarda un instante mesándose la barba
Piensa en otros lugares, en el oro, en la sangre,
haciendo anillos de hierba.

Debe huir ahora atajando
por intrincados senderos.
Se perderá en las montañas, se perderá
olvidándose de la madre y de la muerte.

Irá cada vez más profundo, hasta donde
se ocultan las serpientes en otoño bajo el peñasco.
Liberará el espíritu del bosque
y los manantiales negros que cantan.

No lo verá nadie con el correr de los años.
Sólo desde lo alto, por doquier,
le vencerá con un grito el cuervo
y los búhos con breves lamentos.

ARADOS

Amigo nacido en la ciudad
sin compasión, cual flor en la ventana
amigo que no ha visto todavía
el campo y el sol jugando bajo perales en flor.
Quisiera llevarte, conducirte de la mano,
ven, te mostraré los surcos de los siglos.

Sobre los cerros, ¿a dónde te diriges?
hurgando con el pico en tierra fértil
son arados, arados, arados, arados infinitos:
grandes pájaros negros,
que han bajado del cielo sobre la tierra.
Para no ahuyentarlos,
debes aproximarte a ellos cantando.

Ven, despacio.

TODOS LOS CAMINOS TIENEN UN FINAL

Día verde. Espíritu del nogal.
Todos los caminos tienen un final
donde se encuentra el cielo de ventiscas,
de los amores, de las palabras.
Todos los caminos tienen un final
en el corazón del fuego
al sur del lugar
donde la pasión arde,
donde las lágrimas cantan.



POR MUCHOS CAMINOS

Por muchos caminos, por muchos, vuelven
recuerdos de ti. El final de aquel día,
que la escarcha esconde.
En mi jardín las flores
sobre otras colinas están mustias,
invocan incluso ahora
tu luz innombrable.

Dónde duermes hoy, no lo sé. Ni una
canción te recuerda. La distancia
ha interpuesto entre nosotros el camino del cielo,
el agua de los valles, el fuego de noche por los cerros,
y en la tierra flores y sufrimiento
que el día no puede condensar.
La puerta se ha cerrado. Nada permitirá
salvar el abismo.

Thursday, August 10, 2006

Metrópolis



La importancia de Metrópolis trasciende todo intento de clasificación. Filmada en 1927 no es la primera película del expresionismo alemán porque Robert Weine se adelantó con su Gabinete del doctor Caligari. Tampoco es la primera película de ciencia ficción como tal, puesto que Méliès, el mago de Montreuil que murió pobre y hambriento mendigando en las calles de Montmartre, con su Viaje a la luna supo hacernos soñar con sus fotogramas delicadamente pintados a mano, sus trucajes inocentes de un arte que todavía estaba en pañales. El paso de manivela que hacía desaparecer a los personajes, los emborronados, el salto de fotograma. El cine de Méliès no había sabido independizarse del teatro. El espacio no se entendía en profundidad, los personajes se movían perpendiculares a la cámara, los actores jamás salían del encuadre impidiendo el raccord de imágenes, haciendo inconcebible las acciones paralelas, el montaje alternado que vendría más tarde con el cine americano de Porter y Griffith con su Asalto al tren del dinero y El nacimiento de una nación. Nos puede gustar más o menos la versión xenófoba de la guerra civil americana contada por el hijo de un coronel sudista, pero lo cierto es que es una película que forjó el lenguaje visual del cine moderno.

Los decorados inverosímiles con influencias art déco, el uso del claro oscuro llevado hasta sus últimas consecuencias para lograr ese ambiente futurista junto con la pericia del arquitecto aficionado Lang dan forma a una película de referencia. Los trucajes y novedades que aporta, como por ejemplo el uso de la videoconferencia serían explotados en otros clásicos del género décadas después, como 2001 Odisea en el espacio. En apenas veinte años se pasó de la ciencia ficción teatral y circense de Méliès a la constructivista y expresionista de Fritz Lang. Poco después en los años 30 irrumpía en escena el Cantor de jazz inagurando el cine sonoro, tres años después de que Rotwang aterrorizara a los espectadores con su robot. El cine había abandonado definitivamente su refinado código visual para apoyarse en otros nuevos. Basta con recordar el paso al cine sonoro del gran maestro Charles Chaplin para hacerse eco de la tragedia. Quizá Candilejas se salve de la quema, pero sólo en la medida en la que logra hacer del patetismo decadencia orgullosa, es el canto del cisne del cine mudo. La secuencia en la que Chaplin sale a escena con Buster Keaton caracterizados como músicos es antológica. El arlequín y el gracioso, la comicidad surge de la dignidad de un personaje que se sabe absurdo, anacrónico. Logra hacer reír al auditorio, pero le falla el corazón y muere entre bastidores. Tal fue la suerte del mudo cuando se impusieron los talkies.

El cine mudo de Lang aguanta el paso del tiempo a duras penas, la novela homónima de su mujer Thea Von Harbou a partir de la cual se construyó el guión trasluce un proyecto desdibujado y poco definido. Las interpretaciones de los actores de un dramatismo subido y su trama iniciada de modo magistral con imágenes hipnóticas que plasman la alienación de las masas en un mundo deshumanizado y ajeno da paso a un idealismo cándido y trasnochado. La estética del film influyó de manera decisiva a otros cineastas como por ejemplo a Ridley Scott con su Blade Runner y quizá resulte mucho más valioso que su contenido antiutópico que se materializa de un modo algo confuso y con una disposición expresionista cuyo éxito debemos fundamentalmente a Karl Freund que trabajaría más tarde con Murnau y dirigiría a su vez La momia con el inmortal Boris Karloff.

La implacable mirada a la lucha de clases, la alienación obrera y la opresión del poder encuadran esta obra en una crítica a la industrialización y una llamada al sabotaje, ya sea a golpes de zueco o por medios más sutiles. Crítica ludista pues, que no lúdica. La visión del mesianismo corporativo que pretende consensuar las reformas laborales y sociales nos retrotrae inmediatamente a la obra de H.G.Wells, aunque él calificase esta película de "la mayor tontería que he visto en mi vida". Tanto en el caso de El gabinete como en el de Metrópolis, por razones de coyuntura histórica, planea sobre ellas la sombra del nazismo. El gabinete del doctor Caligari vió alterada su trama al sugerir que todo se trataba de un sueño robándole su carga revolucionaria, y tanto Von Harbau como Rudolf-Klein Rogge abrazaron el nazismo con fervor.