Monday, August 14, 2006

Salò o los 120 días de Sodoma



Saló no remite al cine, como medio de expresión, sino a la realidad misma. Es precisamente esta identificación de cine y realidad la que hace que cualquier semiología del cine sea al menos en parte una semiología de la realidad. Comprendemos los códigos de Saló porque ya contamos con uno previo, sea el de la novela de Sade o el del relato bíblico. Reconocemos en esta película la erótica del poder, el sometimiento, el abuso de los cuerpos, el confinamiento, la degradación del hombre por el hombre.

Con toda seguridad, Pasolini construyó una película voluntariamente molesta, sobre todo como relato, que años después sigue perturbando, probablemente más que en el momento de su estreno. Pero esa perturbación, que es una de las condiciones esenciales de la expresión artística, no nace únicamente de la fría minuciosidad, atravesada por ráfagas de humor negro, sino también del papel que se le reserva al espectador. La escena en la que los comensales cantan melancólicamente un himno fascista, mientras a sus espaldas se suceden ruidosas copulaciones, la descripción de los organizados rituales masoquistas, la posición que se le da al ambiguo papel del que observa en la película, todo apunta hacia una hermenéutica del horror.

Probablemente el espectador se reconozca con pesar en la figura de la misteriosa pianista anónima que acompaña con sus tranquilizadoras melodías las evoluciones de los personajes sin tomar parte. El observar todo tipo de horrores la acaba abocando al suicidio. Es harto probable que el espectador se sienta provocado cuando es obligado a mirar, por el encuadre elegido, torturas diversas que se suceden en un patio, desde el interior de la casa, como si fuera, sucesivamente, cada uno de los libertinos: un obispo, un juez, un hombre de negocios y un presidente, organizadores y partícipes de la reclusión.

En un comentario aparecido en Le Monde, con ocasión del estreno francés, Roland Barthes concluye: "Por eso me pregunto si, al final de una larga cadena de errores, el Saló de Pasolini no es en resumidas cuentas un objeto propiamente sadiano: absolutamente irrecuperable: en efecto, al parecer, nadie puede recuperarlo". Un objeto irrecuperable homólogo de una realidad también irrecuperable, difícil de verbalizar. En verdad, Saló nos propone un espejo en cuya imagen no querríamos mirarnos porque nos obliga a admitir lo más oscuro, aquello que nos resistimos a aceptar de cada uno de nosotros: lo que tiene la acción humana de perversa y moralmente decadente.

Horas antes de morir, Pasolini dijo que la tragedia contemporánea radica en que ya no hay más seres humanos, sólo extrañas máquinas que se abaten unas contra otras. Debido a la carencia de unidad entre las múltiples acciones aisladas que forman parte de la existencia, es necesario morir para que lo que estamos siendo tenga un sentido y para que nuestro lenguaje deje de ser una búsqueda de relaciones y significados sin solución de continuidad. La muerte realiza un rapidísimo montaje de nuestra vida, selecciona los momentos verdaderamente significativos, inmodificables ya por otros posibles momentos contrarios o incoherentes, y los ordena sucesivamente, haciendo de nuestro presente, infinito, inestable e incierto, y por lo tanto lingüísticamente indescriptible, un pasado claro, estable y cierto. Sólo gracias a la muerte, nuestra vida sirve para explicarnos.

La forma en la que el film funciona como una analogía de la muerte puede explicarse, en este sentido, únicamente si se entiende que la unidad mínima estructural del cine, el plano-secuencia, nos remite a la vida. Todo plano-secuencia es una toma subjetiva, puesto que la cámara reproduce un único ángulo visual. Un camarógrafo, situado como espectador de cualquier acción humana, sea esta real o ficticia, capta, como sujeto de carne y hueso que es, lo que ven sus ojos y lo que oyen sus oídos. Para contar con una comprensión total del suceso realmente acontecido, sería necesario disponer de muchos otros ángulos visuales, contemporáneos. Así, dispondríamos de una serie de planos-secuencias, y por ende tomas subjetivas. Para Pasolini la toma subjetiva es el límite realista de toda técnica audiovisual, pues no se puede concebir ver y oír la realidad más que desde un sólo ángulo visual: el de un sujeto que ve y oye.

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