Milk

Los estadounidenses sienten predilección por las figuras mesiánicas, por las causas perdidas. No en vano su lista de activistas asesinados es larga y sangrienta y con no poca frecuencia en su historia reciente y lejana se han dedicado al tradicional deporte del tiro al presidente, con desiguales resultados. Desde Wilkes Booth el actor magnicida al agente soviético e inverosímil francotirador Lee Harvey Oswald, la única constante es el nombre improbable del asesino y el disparo a la cabeza. A los activistas a diferencia de los presidentes se les suele disparar al pecho, buscando el corazón probablemente.
Al exponerse a grandes riesgos y asumir la causa de un colectivo, de una minoría oprimida, sus representantes se trascienden a sí mismos y acceden al espacio difuso del mito. La fuerza de la historia sin duda proviene de que no hay necesidad de pacto narrativo, ni de suspensión de incredulidad, es verdadera.
Podría reprochársele a Gus Van Sant el uso del leit-motiv en su particular crónica de la muerte anunciada de Harvey Milk. La segunda vez que escuchamos el Adiós a la vida de Tosca se nos dibuja una sonrisa macabra en el rostro. Es un hombre condenado por su propia mano, no es necesario recordarlo hasta la náusea.
Los fundidos y superposiciones de metraje documental y de ficción son procedimientos cinematográficos de demostrada eficacia. Pueden ralentizar el tempo narrativo si se abusa de ellos, pero no dejan de ser un recordatorio de la vocación documental de la cinta. A los biopics les sucede como al resto de las vidas cartografiadas: hagiografías, biografías, autobiografías. Al entrar en el espacio de la memorialística caemos en la trampa de la autoficción.