
Roy Andersson prescinde de la narración y opta por la concatenación de viñetas. Propuesta más visual que narrativa la de esta cinta sueca que elige el sketch disparatado antes que el discurso monolítico. Por su premisa alienante y cruda, de un mundo opaco y una sociedad podrida pasto de la incomunicación y el tedio vital, podría dar lugar a una película deprimente, pero con un sutil y oscuro humor que nos seduce e introduce en el particular mundo personal del autor, logra superar ese lastre inicial. Los interiores desvaídos, los rostros pálidos de seres humanos que han olvidado el hechizo de la luz. Pocas proclamas y soflamas hay salvo el psicólogo que nos increpa acusándonos de ególatras hipócritas. Una sociedad enferma, ensimismada que proclama a gritos su descontento. La lacra no es la incomprensión sino la falta de generosidad. ¿Quién habría de tomarse el tiempo de tratar de comprendernos cuando nosotros no cedemos ni un minuto del nuestro?
La música discordante de una sinfonía solitaria que se convierte en monótono repetir de escalas, percusiones que necesitan perfusiones, vagas efusiones. Una joven groupie que cree haber encontrado el amor, cuando en realidad se busca a sí misma. Quiere verse en los ojos del otro y reconocerse, las pupilas dilatadas, las manos atadas. Poco importa que se trate del guitarra de los Black Devils u otro horror glam-rock. La ciega desidia de la envidia sin objeto. Vecinos que no se conocen y se espían desde la seguridad de sus hogares. Peceras de aguas turbias, ojos vidriosos, los peces y los hombres. Los límites de la experiencia, el desafío del otro. La extrañeza de los cuerpos, propios y ajenos. El sexo rutinario que pervierte su potencial liberador y nos hace esclavos de nosotros mismos.