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Road movie urbana de madres divorciadas, prostitutas convencidas e hijos ingratos. Kiarostami lanza cargas de profundidad contra un sistema que desampara a la mujer. Bajo la Sharia el marido puede repudiar a la mujer cuando se le antoje, en cambio que se le conceda el divorcio a ella pasa necesariamente por el maltrato o la drogodependencia. Parece extraño en todo caso que los ayatollahs no censuren la cinta, quizá se dejen engañar por el barniz intimista.
Boyero remataba su crítica con un lapidario: "la vida es muy corta para desperdiciarla con tonterías disfrazadas de arte". Lo que es indiscutible es que el cine iraní tiene una querencia casi irracional por los espacios muertos y ritmos renqueantes. La nouvelle vague iraní, el Cinemay-e motafavet abusa del diálogo poético y la narración alegórica. La ficción documental que tantos éxitos internacionales ha cosechado se digiere mejor en su trilogía de Koker o más cercana en el tiempo, El sabor de las cerezas.
Su minimalismo tozudo e insistente, el diálogo desnudo, las tramas concéntricas, secuencias recurrentes, su amor por el género de la road-movie. La violación consciente del raccord de miradas, en el cine de Kiarostami no hay plano/contraplano que valga. Plano fijo machacón sobre uno de los interlocutores mientras se oye la voz del otro en off. Todo ello contribuía a ese poema visual que en este caso deriva en lo banal. Mucho más emocionante el suicida desesperado recorriendo las calles de Teherán, montado en su land-rover a la búsqueda de un alma caritativa que se preste a enterrarlo, que la madre divorciada y despechada que pretende ganarse el cariño de su hijo por la fuerza del argumento.