Wednesday, May 17, 2006

El código Da Vinci




Libro que nace bajo el signo del best-seller no puede decir mentira, pero mal puede ocultar su condición de producto manufacturado. El código Da Vinci no es literatura, sino un artefacto cultural concebido para transformarse en fenómeno comercial. En la coctelera, todos los elementos que garanticen el éxito: trama típica de novela negra, conexiones político-religiosas, poderes fácticos, grupos de presión, una pizca de hermetismo, dos medidas de trascendencia filosófica, sin olvidar un erotismo sugerido que no consumado, unos personajes estereotipados y una prosa plana con marcada vocación cinematográfica. Ron Howard ya ha manifestado su intención de realizar una adaptación para la gran pantalla. Si es cierto que los malos libros inspiran excelentes películas, será una obra maestra.

Robert Langdon, un experto en simbología al más puro estilo Indiana Jones, descubrirá que el Santo Grial no es un cáliz sino el nombre en clave de María Magdalena. Descendiente de reyes, María Magdalena no fue una prostituta sino la esposa de Jesús. Su misión, perpetuar el linaje de un profeta mortal, convertido en Hijo de Dios por obra y gracia de manipulaciones posteriores. Magdalena debió ser cabeza de su Iglesia, pero Roma nunca aceptó ese legado, las Cruzadas tenían por objeto destruir los documentos que revelaban la verdad. A renglón seguido, surgió una orden secreta encargada de conservar las pruebas que acreditaban la existencia del linaje de Jesús y Magdalena. Leonardo da Vinci, Boticcelli, Newton y Víctor Hugo pertenecieron a esa sociedad, El Priorato de Sión. Cumplieron con su sagrado compromiso, pero sembraron sus obras de símbolos que indican el camino hacia la verdad.

Brown pretende emular a Umberto Eco y a su aclamada obra El nombre de la rosa, mezclando misterio, erudición y filosofía, pero sólo ha conseguido alumbrar un libro oportunista y pueril. Resulta difícil determinar si es el mercado el que selecciona o son los autores los que se adaptan al mercado. Una cosa es cierta, la sobreabundancia de novelas históricas de intriga empieza a perfilarse como el proceso involutivo por excelencia que marca la literatura de nuestro tiempo. Un conflicto dramático se instala en la literatura moderna a partir de un movimiento de conciencia que concierne al individuo o al colectivo. La novela se convierte entonces en la narración de ese movimiento de conciencia. Ahora bien para que éste se materialice precisa unos portadores del conflicto, los personajes de ficción, que son esenciales para el desarrollo de la acción.

Como dijo Henry James, es la intriga la que debe emanar de los personajes y no a la inversa. Pues bien, El código Da Vinci ilustra a la perfección el caso opuesto en el que el autor se desentiende del deber de narrar, para él la intriga es la que esclaviza a los personajes, meras comparsas a su servicio. Esta limitación le importa bien poco a su público porque lo que admiran es al prestidigitador no al escritor. Ese escritor transmutado en mago que conoce el juego de antemano y manipula al lector. Reta al lector a resolver el misterio propuesto que no es tal, puesto que le acompaña de emoción en emoción orquestada y preparada para deslumbrarlo con el golpe de efecto final, cuando saca el conejo de la chistera. Y eso es lo que pide el público, que se le mantenga al margen del verdadero misterio, del conflicto irresoluble entre apariencia y realidad, de la incertidumbre de las respuestas parciales y se conforman con acertijos, juegos de manos que no hacen sino arrancar una sonrisa de incredulidad. La Teoría de la Conspiración que tantos adeptos ha logrado entre los ignorantes de todas las épocas es el caldo de cultivo de este tipo de preferencias narrativas.

La literatura moderna ha pretendido siempre todo lo contrario, explorar lo insondable, levantar acta de los inhumano, de la razón de la sinrazón. Sus autores se han zambullido en oscuros abismos, en las tinieblas de su propio yo, nunca en busca de soluciones sino a enfrentarse con los interrogantes eternos. Nada resolvían salvo la narración de la que se servían puesto que no creaban misterios sino que se adentraban en ellos con paso decidido. ¿Cómo pretender crear misterios si se abandona el verdadero germen del misterio? La complejidad de la existencia, la propia condición humana que rehuye toda definición. Desde luego la solución no pasa por crear intrigas en las que personajes de cartón piedra evolucionan en espacios históricos, en infames ciclodramas.

Puede sonar apocalíptico, pero la sustitución del misterio por el acertijo es una de las lacras de la literatura en el siglo XXI, puesto que la confusión tiende a convertirse en el estandarte de la ignorancia.

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